por Jorge Raventos
El primer viernes de junio la ciudad de Buenos Aires presenció la amplia demostración de la llamada Marcha Federal, una conjunción de movimientos sociales, gremios y sectores políticos de la oposición que reclaman contra “el ajuste” y proponen medidas para contener la emergencia social (entre otras, una ley de emergencia alimentaria y otra de acceso a la tierra).
De ese conglomerado surgió la iniciativa de convocar a un paro general de actividades a realizarse en junio (la propuesta es el 8, pero eso dependerá de las conversaciones con las organizaciones más representativas del movimiento obrero). Si bien la CGT todavía no se pronunció, es muy probable que su Consejo Directivo se incline la semana próxima por impulsar una medida de fuerza, algo que venían discutiendo en la cúpula sindical. El veto presidencial a la ley que limitaba el aumento de tarifas seguramente terminó de inclinar la balanza. Junio se inaugura como un mes caliente, una temperatura que quizás prevalezca todo el invierno.
El poder del veto
El jueves bien temprano, apenas recibió la notificación oficial de la ley que l unas horas antes había aprobado el Senado, el Poder Ejecutivo suscribió y anunció su prometido veto. El encargado de proclamarlo fue el Jefe de Gabinete, Marcos Peña.
El veto -una legítima atribución presidencial- fue, en rigor, una pírrica demostración de poder. O, si se quiere, el epílogo de un proceso sembrado de vacilaciones, contradicciones, pasos en falso y tensiones internas.
Que el propio Presidente amenazara con esa decisión mientras todavía despuntaba el debate constituyó probablemente un error táctico si -como todos los esfuerzos impulsados desde la Casa Rosada en los últimos días parecen demostrar- quería en verdad ahorrarse ese costo político. ¿Para qué blufear con el veto y de inmediato movilizar ejércitos de negociadores para procurar evitarlo?
El jueves (en rigor en la última semana) se observaba irritación en la cúspide oficialista, que reprochaba a los gobernadores peronistas no conseguir (tal vez ni siquiera buscar, conjeturaban esas voces) la obediencia de sus legisladores nacionales.
Es evidente que a las conducciones políticas les está costando lograr no ya obediencia pero al menos homogeneidad en sus propias fuerzas. El oficialismo lo comprobó en carne propia, ya que ingresó al debate tarifario ocupado con la indisciplina de dos aliados del Pro, Elisa Carrió y el radicalismo. Fueron ellos los primeros en levantar la voz, cuestionar los aumentos y criticar con dureza al ministro de Energía. El peronismo se incorporó después al coro crítico. Y también mostró en primera instancia una diversidad de opiniones que, sin embargo, no impidió una considerable unidad en la acción en ambas cámaras.
Mensaje político
El senador Miguel Pichetto se quejó de que el gobierno no había intentado seriamente dialogar para encontrar una fórmula de acuerdo que permitiera al Senado reformar el proyecto aprobado en Diputados, un procedimiento que hubiera evitado la pulseada del miércoles y, en definitiva, el veto. “Podríamos haber buscado caminos alternativos pero el gobierno nunca tuvo voluntad”, dijo el senador. Aunque la ley votada no convencía plenamente a todos, reflexionó Pichetto, “es un mensaje político del Congreso dirigido al gobierno de que hay poca tolerancia social de cara a los aumentos” . Esa baja tolerancia está registrada en las encuestas.
En rigor, hubo intentos de diálogo desde sectores del oficialismo y hubo comprensión desde el peronismo racional. El ministro Rogelio Frigerio y el presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó (también los senadores Federico Pinedo y Humberto Schiavoni) exploraron por caso una idea sugerida en principio por gobernadores opositores (el de Córdoba y el de Salta) que incluía una rebaja del IVA sobre los servicios (que compartirían, por tratarse de un impuesto coparticipable, la caja central y las provincias) y la transferencia a la provincia de Buenos Aires y a la Capital de los servicios eléctricos, de gas y de agua que sirven esos territorios y que son subsidiados por todas las provincias.
El Ejecutivo no quiso, sin embargo, formalizar esas ideas en un proyecto alternativo (aunque algunas de ellas terminaron incluidas en la propuesta oficialista) y allanó el camino al enfrentamiento en el recinto.
Por otra parte, mientras enviaba a sus negociadores a tender puentes con el peronismo, la Casa Rosada bombardeaba a aquellos a los que parecía querer convencer: en vísperas del debate parlamentario, el Presidente los caracterizó como irresponsables y los acusó de hacer seguidismo a “las locuras de Cristina Kirchner”.
Así, el sector negociador que Macri reinstaló en la “mesa chica” (Frigerio, Monzó), terminaba entorpecido en su misión por su propio mandante.
Negociar golpeando
¿Quería el Presidente que gobernadores y senadores peronistas se allanaran incondicionalmente a la Casa Rosada? ¿Suponía que podía conseguir esa meta a través de presiones puntuales, cooptando apoyos de a uno y dispersando los bloques opositores? ¿Había, además, en el oficialismo sectores que preferían un horizonte de tensión con el peronismo y “pureza programática” a uno de negociación, conciliación y concesiones?
Quizás pensando en estos sectores, Pichetto advirtió al oficialismo durante el debate: “Reflexionen sobre los desafíos que tienen por delante. Reflexionen sobre la oposición política democrática. Todos juntos es difícil. Solos no van a poder”.
Parece un consejo razonable, pero no está claro si todos en el gobierno lo captan y lo comprenden: las respuestas son equívocas. El Presidente viajó ayer al noroeste, para verse con gobernadores peronistas en los que cree encontrar comprensión: Juan Manzur y Juan Manuel Urtubey. Sería bueno que comprendiera que ellos, como otros gobernadores igualmente dispuestos a cooperar en la gobernabilidad nacional, aunque mantienen una gran independencia de movimientos no van sin embargo a actuar aislados del sistema colectivo del peronismo, que aunque no cuente con una orgánica transparente es siempre una red que se reactiva en las circunstancias clave.
Es decir: la disposición a cooperar y a buscar acuerdos debería, para ser conducente, partir de la necesidad de un diálogo que incluya a todos los jugadores del equipo peronista (o, al menos, a la mayoría determinante).
El Presidente eligió en Cachi un tono que pretendía denotar un poder que, notoriamente, ostenta con límites (esta semana se manifestó restrictivamente en capacidad de veto). Dijo ser conciente de que el peronismo tiene una mayoría legislativa, sabe que necesitará acuerdos para aprobar el presupuesto. ¿Está dispuesto a trabajar para lograrlos?
En la breve conferencia de prensa que ofreció en Cachi, el Presidente decidió golpear frontalmente al peronismo (no al kirchnerismo, como era costumbre hasta hace unos días, sino al peronismo en conjunto). ¿Parece una táctica destinada a alentar un acuerdo? No habría que descartarlo: Donald Trump llega a la mesa de negociación con el coreano Kim Jung-un después de intercambiar con él durante semanas frases para nada diplomáticas.
Quizás el Presidente considera que ese es el camino; quizás no esté por ahora en condiciones de responder esa pregunta. Tampoco contestó a otro punto que formularon en Salta dos periodistas (una local, otro de un medio porteño): ¿achicará su numeroso gabinete para contribuir al ahorro fiscal, hará cambios de personal entre los ministros? Muchas veces la realidad es la que estimula las respuestas.
El gobierno tiene por delante el escenario parlamentario (el presupuesto) y también la calle si las protestas contra las tarifas y el ajuste (sin olvidar al mentado FMI) se extienden desde gremios y organizaciones sociales a sectores de la clases medias que practican hace años el cacerolazo.
Sin duda el país afronta una situación difícil (“Este Gobierno está al límite”, dramatizó el radical Luis Naidenoff al cerrar por Cambiemos el debate de anteanoche). Los obstáculos al diálogo no alientan buenas expectativas. Apostar a la táctica cortoplacista de dividir al interlocutor no luce sensato.
Precisamente el aflojamiento de los vínculos de solidaridad, la erosión de las relaciones (en el seno de las fuerzas políticas y entre ellas) y la tendencia a la dispersión son las señales más preocupantes que quedan tras las última crisis cambiaria y el episodio tarifario. No es bueno que se combinen una conflictividad creciente y una atmósfera de disgregación.